Con una lucidez extraordinaria, el poeta Juan Antonio González Iglesias nos enseñó que existe una felicidad libre de euforia.
Pero a veces la euforia es ajena a la felicidad. Esta ciudad admite chaparrones de agua, de sol y de fiesta, y el hombre del tiempo confunde isobaras, borrascas y anticiclones.
La mejor sensación en estos días tan ficticios y esperanzadores como los cuentos de la lechera es que, al final, lo menos capital es lo de la capitalidad. Tenemos canciones, colores, globos, confetis, efímeras pompas de jabón. Qué más queremos. Qué más podríamos pedir. Los artistas se enternecen sobre nuestras ruinas. Los aplausos rebotan en los balcones, las campanas de las iglesias se vuelven irreverentes.
En un día laborable de septiembre, quien viva o visite esta ciudad confusa puede alternar las cañitas con el circo y las tapas con el Cercas.
Y si llueve nos da igual. Ya lo dijo Kiko Veneno: "Estaba lloviendo y yo me mojé, una vez que llueve, ¿me voy a esconder?". De pronto nos acordamos de algo esencial: la vida está en las azoteas. Pero antes, en la Filmoteca, podemos soñar que el ascensor se detiene entre el séptimo piso y el séptimo cielo, gracias al delirio de Spike Jonze, al veneno de John Malkovich, a los pasos de baile de Christopher Walken. No muy lejos, en la pretenciosa Avenida de la Libertad, comprobaremos que las repúblicas independientes no siempre se compran en Ikea. Solimán y compañía nos proponen una deconstrucción emocional de los vehículos, una mecánica ilustrada, una revolución tuneada rebosante de arrojo estético.
También es inevitable asumir que existe una infelicidad plena de euforia. Una ceguera sin elogios. Una entrega sin justificaciones. Nos movemos por inercia. Pero, al fin y al cabo, nos movemos. Y para moverse hay que renunciar a esa siesta secular que ya parecía eterna. Hace veinte años no nos gustaban los lunes. Pero un lunes como éste nos regala una nueva oportunidad. Otra utopía.
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