martes, 28 de octubre de 2008

Autopía: Eutopía: Crónica de Bunbury

SUBLIME SIN INTERRUPCIÓN 

Lugar: Pabellón Municipal de Deportes Vista Alegre

Día: Viernes, 26 de septiembre

Con todo el viento a favor, las velas henchidas, el timón firme y la brújula exacta, el barco ambulante de Bunbury surcó la noche del viernes veloz, imparable, soberbio y capaz. Sobre el mar del escenario dejó una estela de sueños y copyrights, una espuma afilada de cuerdas eléctricas, un sabor inconfundible a sudor y oficio, una mirada que huele a trapecios y a cuadriláteros, una memoria infinita de circo, de cabaret y de ring.

Bramaba el público en la arena cuando desde el escenario llegó un tsunami de ruido y furia: la primera canción de la noche, El club de los imposibles, fue más que suficiente para saber de qué iba esta odisea: una banda con una pinta estupenda, contundencia al límite de la ley, arrobas de genuina actitud, pose maestra de estrella, banderas tatuadas de orgullo y un sonido que cortaba la respiración como un cuchillo dulce y perverso. Canta la tripulación, los remos apuntan al cielo e la nave va...

Después vino un aluvión de olas nuevas que arrojaban perlas preciosas, entre ellas la reluciente Bujías para el dolor. Para entonces el barco ya estaba varado en la isla del tesoro y los músicos piratas comenzaron a desenterrar las monedas más valiosas: Infinito , El extranjero, Solo si me perdonas, Sácame de aquí. Con semejante botín a Bunbury ya no lo paraba nadie, y de su chistera seguían brotando burbujas de tequila reposado, una pasión inagotable contagiaba el espacio y un carrusel de bailes y ecos giraba sin tregua. Su extraordinaria riqueza artística vale un Perú, su repertorio es un potosí. Donde no hay fronteras resultan ridículas las aduanas, y se impone la ley del mar. Es la apuesta aventurera, conquistadora y vehemente de Bunbury, puro escorpión mitológico: un carrusel de vida y color, un cargamento de vírgenes de cantina y paraísos perdidos, música de contrabando, medicamentos de luz y sonido.

Para el final el tahúr del Ebro se guardó dos de sus cartas más brillantes: esa revisión del primer Bowie que atiende al título de Lady Blue y que puso al barco a navegar por las galaxias, y la emblemática e imprescindible El viento a favor, toda una declaración de principios, una bandera blanca de esperanza plantada en medio del océano.

Espectáculos como el de Bunbury demuestran la capacidad del rock para reinventarse en los tiempos de crisis. En esos momentos difíciles solo los más hábiles saben mantenerse a flote. Y está claro que Bunbury es un prestidigitador magistral, un corsario elegante que maneja el micrófono con el arte del sable, un capitán fiel dispuesto a hundirse con su navío porque hace ya mucho tiempo que perdió el miedo a los naufragios. Dueño y señor de los vientos, Bunbury ordena las mareas a su antojo, con más precisión que la mismísima luna. Y navega entre dos aguas mirándose en el espejo del cielo, pues él mismo es la estrella del norte. La más grande. Es patrimonio de los magos y de los marineros viajar a ninguna parte y llegar a todos los puertos de la emoción.

Bunbury tomó su nombre de un personaje de La importancia de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde, y tal vez de Baudelaire la convicción y la certeza de que hay que ser sublime sin interrupción.

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