Metido en faena, adscrito a alguna dieta mágica, el aburrido Santamaría decide opinar un día contra la norma y el paraíso de sus colegas. Su discurso, tildado de excesivo incluso por el moderado Gabilondo, provoca una respuesta que se muestra más ridícula según crece, un sofoco que se apaga y va enfriándose, paradójica pero muy lógicamente, según sube su rencor y su ofensa.
A puñados, como se usa la sal gorda de la vida, los del gorro se alistan contra el honor mancillado o, lo que es lo mismo, contra la revelación de su patraña. Desenmascarados, expuestos de golpe al mundo sus fatuos atributos, los deconstructores se derriten y escupen acusaciones temibles y pronósticos fatales.
Mientras España arde entre estas llamas inócuas, los fogones se ruborizan, ajenos a esta batalla salpimentada de orgullo, tontería y pereza.
Por favor, jefe: me ponga dos huevos fritos.
sábado, 31 de mayo de 2008
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