Lágrimas por los campeones
Antes de las seis de la mañana, fui a Tirso de Molina, a comprar la cisterna. El barrio estaba algo inquieto, pues los chicos de la prensa y los pasos de cebra anunciaban el crimen de una vecina anciana que había acuchillado a un tipo que unos días antes robó en su casa. Yo iba comiendo un helado que podría parecer que tenía forma de navaja, así que lo tiré para no levantar sospechas.
España es un país de campeones. En el deporte, claro está. Vence el joven héroe, Fernando Alonso. Vence el hercúleo Rafa Nadal y salva al equipo español de tenis. Vence el Real Madrid, y los brasileiros inventan el penoso baile de la cucaracha. Todo el mundo vence y yo suelto lágrimas por los campeones. O por no ser uno de ellos.
A las siete, me embarqué en el crucero con Brad Pitt, rumbo a esa paradisíaca isla brasileña. En el barco estaba la chica de producción, alta y delgadísima, de la que me había enamorado. En mi camarote tenía una revista cuadrada que explicaba todos los detalles de la película. En las páginas centrales, un mapamundi ofrecía todos los cambios geopolíticos que ya aparecían en el libro en el que estaba basado el guión: la Argentina ocupaba el lugar de lo que antes fue Europa. De España permanecían sólo dos ciudades: Barcelona y Córdoba; en esta última estaba prohibida la presencia de los hombres, algo que en el papel se indicaba con la leyenda “Hombres NO”. Al Sur de África aparecía un nuevo continente, o tal vez era Australia, que se había desplazado hasta allí. El mapa estaba repleto de curiosísimas explicaciones que podían leerse siguiendo las líneas de las isobaras.
El campeón Fernando Alonso declara sin tapujos que es ateo. No creer en Dios es todo un rasgo de carácter en alguien que se juega la vida cada vez que se sube a un fórmula uno. Vila-Matas también es ateo, gracias a los Hermanos Maristas. Los mismos, precisamente, que precipitaron mi ateísmo.
De repente anunciaron por los altavoces que llegábamos a la isla. Miré por la ventana y pude ver una playa de arena color siena tostada donde rompía suavemente un mar celeste, casi blanco. Fui a mi suite, me desnudé y me dispuse a tomar una ducha, pero antes comencé a lavarme los dientes. Entonces me llamó ella, la chica de producción. Fui corriendo hasta su cuarto, con la boca llena de colutorio, y la encontré casi desnuda, quitándose las medias. La besé, como pude, y derramé el elixir bucal sobre sus brevísimos pechos, apenas distinguidos de su torso por las leves protuberancias que suponían sus cónicos pezones. Ella me pidió que no contase nada, que no alardease de haber estado con ella, y yo le prometí que acordaríamos la versión de los hechos que más le agradase. No pude dejar de pensar que en algún momento le tendría que comentar que, pese a mi amor infinito por ella, no descartaba disfrutar en la isla de los enormes pechos de algunas turistas.
He decidido que quiero ser dj hasta los 56 años. Todo un campeón. Y después jubilarme, y escribir tan bien como Vila-Matas.
Volví a mi suite y me duché, no sin antes comprobar que disponía de varias modalidades de sauna, doce maquinillas de afeitar, más de diez habitaciones y hasta zapatos de nácar y oro, de hombre y de mujer, para jugar al golf. Bajé a una de las piscinas interiores, me senté al borde y observé que los bañistas usaban gafas de sol de lujo, con monturas de platino o incrustaciones de piedras preciosas. Llegó Brad Pitt, con un bañador de talle alto que le hacía un efecto extraño en la espalda, y se lanzó de cabeza a otra piscina. Yo estaba en otra con una pantalla gigante en la que estaban proyectando una película de Brad Pitt, y en ePse momento aparecía lanzándose de cabeza a una piscina. En algún momento, en la película o en la piscina, aparecía Antonio Banderas, peinándose con la mano, un gesto muy celebrado por Fernando Trueba.
Han llegado unos periodistas del revista Geo al balneario y han estado haciendo fotos. En una de ellas sale Sara, la chica que hoy sustituye a Estíbaliz, realizando una ducha Vichy, que es un masaje que se hace mientras unas duchas rocían el cuerpo del cliente, o del paciente, o del que está tumbado. Sara es, sin duda, una excelente masajista, llena de energía y juventud. Antes de disfrutar de su masaje le digo que me parece que ya me dio alguno hace un par de ellos. Tras diez minutos masajeando mis piernas se lo confirmo, pues he reconocido su forma de trabajar. “¡Qué bárbaro!” exclama la simpática chiquilla. Después me explica que el verdadero masaje Vichy es a cuatro manos. Para terminar me pregunta que si estoy cansado y se ríe cuando comenta que eso de decir que uno está cansado después de que le hayan estado dando un masaje suena… regular.
La piscina en cuyo borde yo estaba sentado estaba llena de chicas con los pechos y los labios operados. Parecía que en cualquier momento iban a estallar. Uno de los camareros entró vestido en la piscina y sacó una pequeña tortuga con cabeza de caimán. Cuando salió de la piscina la estrelló contra el suelo. A continuación media docena de camareros se metieron en el agua y atraparon a una tortuga como la anterior, pero del tamaño de un buey. Al parecer, los galápagos-caimán eran el único peligro de la isla. Se reproducían por cientos y podías encontrártelos en cualquier parte y llevarte un buen bocado. Nada que no pudiese arreglarse rápidamente en una sesión de cirugía plástica en el mismo hotel. Por otra parte, los turistas se divertían mucho cazando a las crías y estrellándolas contra el suelo.
Reyes es el nombre de una masajista de ojos azules muy dicharachera que riega mi cuerpo dentro del tanque con una manguera de agua caliente. Mientras lo hace me cuenta que le ha pedido a Sara que la sustituya para lo de la foto, pues a esa hora era ella la que tenía que dar el masaje Vichy, y no quería salir en el reportaje. “¿Por qué?”, le preguntó. Y me contesta que no es fotogénica y que esas cosas, además, le dan mucha vergüenza. Se queda un rato callada y, como quien no quiere la cosa, añade: “Al menos saldrá mi bikini, porque le presté mi bikini a Sara, ¿sabes?”.
Miré mis pies, que chapoteaban en la superficie de la piscina, y vi mis ridículas zapatillas negras, que apenas cubrían los dedos. Después reparé en que mi bañador, negro y de una sola pieza desde los muslos a los hombros no tenía nada que ver con los novísimos diseños del resto de los bañistas. Me retiré de la piscina y fui a una ducha que se rió de mí, echando agua siempre en un lugar distinto al que yo ocupaba. Entonces me dije, aparentando una convicción que no tenía, que yo era tan digno como los demás y que tenía el mismo derecho que ellos a estar allí, y que allí tenía mi habitación, sólo tenía que cruzar un pasillo para llegar a ella, y que eso me otorgaba la misma importancia que se les suponía a los demás. A pesar de ello, me deshice de mis negras manoletinas y entré, en bañador y medio mojado, a un lujoso salón. Entonces oí que alguien me llamaba, me giré y vi sentada a Yolanda, la amiga de María José que ahora trabaja en Tarifa ayudando a los inmigrantes que naufragan de sus pateras. “Vaya, vaya”, dije. “Vaya”, dijo ella. Y yo repetí: “vaya”.
Cualquiera que lea estas páginas se podrá hacer la equivocada idea de que esto del balneario es un festín sensual lleno de oportunidades con las fisioterapeutas. Cualquiera o al menos Montano, que es para quien creo que estoy escribiendo los párrafos impares de este día. Pero en siete años esto es todo lo que ha pasado, y no ha pasado nada más que esto. Cuatro frases ingenuas y también, eso sí, el saludo puntual y sonriente de alguna señora que aprecia mi educación o mis años.
Era una Yolanda mucho más bella y sofisticada que la que yo conocía, pero sin duda era Yolanda, y estaba liándose un porro y, sobre todo, estaba rodeada de amigas impresionantes. Por un momento temí que no me invitase a sentarme con ellas, pues tal vez ese rincón era precisamente Córdoba, ese lugar donde los hombres estábamos prohibidos, pero enseguida me sonrió y me ofreció el porro. Me senté, fumé un par de caladas y saludé a una de sus amigas. “Está es Louise”, me dijo Yolanda. “Qué bien”, pensé, “Brad se va a alegrar muchísimo cuanto le cuente que me he encontrado a una chica que tiene amigas como ésta”. En ese momento anunciaron por los altavoces que mi barco se iba ya de la isla, así que me despedí apresuradamente y salí corriendo hacia la habitación, donde, muy nervioso, comencé a recoger las cosas. Sin embargo me detuve de nuevo a leer la revista de la película, en concreto una entrevista al director, que justificaba la inclusión del personaje de Hi-poo, no presente en la obra original, para permitirse que los protagonistas viajaran de una estrella a otra, ya que el presupuesto permitía el uso de los más recientes, caros y espectaculares efectos especiales.
España es un país de campeones. En el deporte, claro está. Vence el joven héroe, Fernando Alonso. Vence el hercúleo Rafa Nadal y salva al equipo español de tenis. Vence el Real Madrid, y los brasileiros inventan el penoso baile de la cucaracha. Todo el mundo vence y yo suelto lágrimas por los campeones. O por no ser uno de ellos.
A las siete, me embarqué en el crucero con Brad Pitt, rumbo a esa paradisíaca isla brasileña. En el barco estaba la chica de producción, alta y delgadísima, de la que me había enamorado. En mi camarote tenía una revista cuadrada que explicaba todos los detalles de la película. En las páginas centrales, un mapamundi ofrecía todos los cambios geopolíticos que ya aparecían en el libro en el que estaba basado el guión: la Argentina ocupaba el lugar de lo que antes fue Europa. De España permanecían sólo dos ciudades: Barcelona y Córdoba; en esta última estaba prohibida la presencia de los hombres, algo que en el papel se indicaba con la leyenda “Hombres NO”. Al Sur de África aparecía un nuevo continente, o tal vez era Australia, que se había desplazado hasta allí. El mapa estaba repleto de curiosísimas explicaciones que podían leerse siguiendo las líneas de las isobaras.
El campeón Fernando Alonso declara sin tapujos que es ateo. No creer en Dios es todo un rasgo de carácter en alguien que se juega la vida cada vez que se sube a un fórmula uno. Vila-Matas también es ateo, gracias a los Hermanos Maristas. Los mismos, precisamente, que precipitaron mi ateísmo.
De repente anunciaron por los altavoces que llegábamos a la isla. Miré por la ventana y pude ver una playa de arena color siena tostada donde rompía suavemente un mar celeste, casi blanco. Fui a mi suite, me desnudé y me dispuse a tomar una ducha, pero antes comencé a lavarme los dientes. Entonces me llamó ella, la chica de producción. Fui corriendo hasta su cuarto, con la boca llena de colutorio, y la encontré casi desnuda, quitándose las medias. La besé, como pude, y derramé el elixir bucal sobre sus brevísimos pechos, apenas distinguidos de su torso por las leves protuberancias que suponían sus cónicos pezones. Ella me pidió que no contase nada, que no alardease de haber estado con ella, y yo le prometí que acordaríamos la versión de los hechos que más le agradase. No pude dejar de pensar que en algún momento le tendría que comentar que, pese a mi amor infinito por ella, no descartaba disfrutar en la isla de los enormes pechos de algunas turistas.
He decidido que quiero ser dj hasta los 56 años. Todo un campeón. Y después jubilarme, y escribir tan bien como Vila-Matas.
Volví a mi suite y me duché, no sin antes comprobar que disponía de varias modalidades de sauna, doce maquinillas de afeitar, más de diez habitaciones y hasta zapatos de nácar y oro, de hombre y de mujer, para jugar al golf. Bajé a una de las piscinas interiores, me senté al borde y observé que los bañistas usaban gafas de sol de lujo, con monturas de platino o incrustaciones de piedras preciosas. Llegó Brad Pitt, con un bañador de talle alto que le hacía un efecto extraño en la espalda, y se lanzó de cabeza a otra piscina. Yo estaba en otra con una pantalla gigante en la que estaban proyectando una película de Brad Pitt, y en ePse momento aparecía lanzándose de cabeza a una piscina. En algún momento, en la película o en la piscina, aparecía Antonio Banderas, peinándose con la mano, un gesto muy celebrado por Fernando Trueba.
Han llegado unos periodistas del revista Geo al balneario y han estado haciendo fotos. En una de ellas sale Sara, la chica que hoy sustituye a Estíbaliz, realizando una ducha Vichy, que es un masaje que se hace mientras unas duchas rocían el cuerpo del cliente, o del paciente, o del que está tumbado. Sara es, sin duda, una excelente masajista, llena de energía y juventud. Antes de disfrutar de su masaje le digo que me parece que ya me dio alguno hace un par de ellos. Tras diez minutos masajeando mis piernas se lo confirmo, pues he reconocido su forma de trabajar. “¡Qué bárbaro!” exclama la simpática chiquilla. Después me explica que el verdadero masaje Vichy es a cuatro manos. Para terminar me pregunta que si estoy cansado y se ríe cuando comenta que eso de decir que uno está cansado después de que le hayan estado dando un masaje suena… regular.
La piscina en cuyo borde yo estaba sentado estaba llena de chicas con los pechos y los labios operados. Parecía que en cualquier momento iban a estallar. Uno de los camareros entró vestido en la piscina y sacó una pequeña tortuga con cabeza de caimán. Cuando salió de la piscina la estrelló contra el suelo. A continuación media docena de camareros se metieron en el agua y atraparon a una tortuga como la anterior, pero del tamaño de un buey. Al parecer, los galápagos-caimán eran el único peligro de la isla. Se reproducían por cientos y podías encontrártelos en cualquier parte y llevarte un buen bocado. Nada que no pudiese arreglarse rápidamente en una sesión de cirugía plástica en el mismo hotel. Por otra parte, los turistas se divertían mucho cazando a las crías y estrellándolas contra el suelo.
Reyes es el nombre de una masajista de ojos azules muy dicharachera que riega mi cuerpo dentro del tanque con una manguera de agua caliente. Mientras lo hace me cuenta que le ha pedido a Sara que la sustituya para lo de la foto, pues a esa hora era ella la que tenía que dar el masaje Vichy, y no quería salir en el reportaje. “¿Por qué?”, le preguntó. Y me contesta que no es fotogénica y que esas cosas, además, le dan mucha vergüenza. Se queda un rato callada y, como quien no quiere la cosa, añade: “Al menos saldrá mi bikini, porque le presté mi bikini a Sara, ¿sabes?”.
Miré mis pies, que chapoteaban en la superficie de la piscina, y vi mis ridículas zapatillas negras, que apenas cubrían los dedos. Después reparé en que mi bañador, negro y de una sola pieza desde los muslos a los hombros no tenía nada que ver con los novísimos diseños del resto de los bañistas. Me retiré de la piscina y fui a una ducha que se rió de mí, echando agua siempre en un lugar distinto al que yo ocupaba. Entonces me dije, aparentando una convicción que no tenía, que yo era tan digno como los demás y que tenía el mismo derecho que ellos a estar allí, y que allí tenía mi habitación, sólo tenía que cruzar un pasillo para llegar a ella, y que eso me otorgaba la misma importancia que se les suponía a los demás. A pesar de ello, me deshice de mis negras manoletinas y entré, en bañador y medio mojado, a un lujoso salón. Entonces oí que alguien me llamaba, me giré y vi sentada a Yolanda, la amiga de María José que ahora trabaja en Tarifa ayudando a los inmigrantes que naufragan de sus pateras. “Vaya, vaya”, dije. “Vaya”, dijo ella. Y yo repetí: “vaya”.
Cualquiera que lea estas páginas se podrá hacer la equivocada idea de que esto del balneario es un festín sensual lleno de oportunidades con las fisioterapeutas. Cualquiera o al menos Montano, que es para quien creo que estoy escribiendo los párrafos impares de este día. Pero en siete años esto es todo lo que ha pasado, y no ha pasado nada más que esto. Cuatro frases ingenuas y también, eso sí, el saludo puntual y sonriente de alguna señora que aprecia mi educación o mis años.
Era una Yolanda mucho más bella y sofisticada que la que yo conocía, pero sin duda era Yolanda, y estaba liándose un porro y, sobre todo, estaba rodeada de amigas impresionantes. Por un momento temí que no me invitase a sentarme con ellas, pues tal vez ese rincón era precisamente Córdoba, ese lugar donde los hombres estábamos prohibidos, pero enseguida me sonrió y me ofreció el porro. Me senté, fumé un par de caladas y saludé a una de sus amigas. “Está es Louise”, me dijo Yolanda. “Qué bien”, pensé, “Brad se va a alegrar muchísimo cuanto le cuente que me he encontrado a una chica que tiene amigas como ésta”. En ese momento anunciaron por los altavoces que mi barco se iba ya de la isla, así que me despedí apresuradamente y salí corriendo hacia la habitación, donde, muy nervioso, comencé a recoger las cosas. Sin embargo me detuve de nuevo a leer la revista de la película, en concreto una entrevista al director, que justificaba la inclusión del personaje de Hi-poo, no presente en la obra original, para permitirse que los protagonistas viajaran de una estrella a otra, ya que el presupuesto permitía el uso de los más recientes, caros y espectaculares efectos especiales.
Santibáñez de Béjar, 26 de septiembre de 2005
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