miércoles, 30 de mayo de 2007

LA PISCINA (I)


Foto: Paloma García


Como cada noche, el insomnio sustituyó el sueño por el hambre, y aproveché la visita a la cocina para anotar algunas palabras en mi agenda:


la piscina

voy a salvarme

agosto

Antes, en la cama, había dejado de leer el libro que había empezado unas horas atrás. Pensaba en la cita que tendría esa misma tarde con el dermatólogo, quien debía confirmarme que esas manchas que cada día iban invadiendo más y más mi cuerpo se debían a una pitiriasis inocua de pronta involución. Ése había sido el diagnótico del especialista al que visité dos semanas atrás, quien ya me advirtió que tras las primeras ronchas detectadas vendrían otras muchas nuevas que se extenderían por el tronco y las extremidades, y que no debía preocuparme. Poco después confirmé en la Guía Medicina y Salud que este tipo de virus no era contagioso, ni tenía tratamiento específico y que solía durar unas seis semanas. Sin embargo, aguardaba con angustia la visita al nuevo doctor, pues sospechaba que el primero se había equivocado, y que todas estas erupciones eran signos de alguna enfermedad mucho peor. Me incorporé en la cama y vi la sombra de mi espalda en la pared: la hiperlordosis dibujaba una curva cada vez menos disimulable.

La semana anterior había iniciado unas sesiones de shiatsu que sin duda abandonaría en breve, como he hecho con cada uno de los tratamientos previos, como sucede con cualquier cosa que comienzo. Cerré los ojos, suspiré, y busqué sin esperanza una respuesta mágica a la desconcertante pregunta que es mi vida. Entonces, inesperadamente, apareció la piscina de la casa de campo a la que me retiro cada verano durante el mes de agosto; y al momento, como conectada de una manera inequívoca con esa imagen, surgió la convicción irrefutable de que iba a salvarme. Sentí el impulso de acercarme a la habitación de mi madre para despertarla y decirle: “Ya puedes estar tranquila: voy a salvarme, madre. Ya puedes descansar”. Pensé en telefonear a mi mujer, que a esas horas estaría volviendo de trabajar en una ciudad lejana, y proponerle que dejase su empleo nocturno y viniese a reunirse conmigo. Me acordé de mi hermana, y de mi mejor amigo, y también quise llamarlos y decirles que había encontrado la solución a los problemas que atormentaban sus vidas. Quería convencer a todos mis seres queridos de que había llegado el momento de olvidar las preocupaciones, porque estaba convencido de que yo iba a salvarme y, conmigo, se salvarían todos ellos. Quería hacer esto con todas mis fuerzas, pero no lo hice porque no tenía ni un sólo argumento que ofrecer para que creyeran en mis palabras.

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