viernes, 25 de abril de 2008

Lo que necesitas es amor (y otras mentiras)


Calor onírico

Creo que fue una voz, creo que fue sólo una voz. Yo estaba en el vestíbulo de un Gran Hotel, me había escapado de la sala de conferencias porque casi todo el mundo llevaba un perro y a mí los perros me molestan mucho. Me fui un rato a jugar al fútbol y volví al hall a esperar a mi abuela. Y entonces fue cuando escuché la voz, creo que era sólo una voz, una voz muy potente que sólo me hablaba a mí, una voz que sólo dijo: “Ven, yo te daré lo que necesitas”. De alguna manera esa voz me empujó hacia una pequeña puerta. La crucé y entendí que lo que yo necesitaba era esa habitación: una habitación hexagonal, grande, de techos muy altos, sin ventanas ni muebles, absolutamente vacía, blanquísima y húmeda, en la que hacía muchísimo frío. Por lo visto lo que yo necesitaba era un lugar como ése, para por fin encontrarme a solas conmigo mismo. Me abroché la chaqueta y me abracé. El frío era insoportable y yo caminaba de una pared a otra murmurando una especie de lamento monocorde. De repente descubrí otra puerta, aun más pequeña. La crucé y entré en una iglesia gigantesca y pomposa, llena de oro e incienso, en la que un sacerdote celebraba una misa para un puñado de feligreses. El calor me resultó insoportable. El lugar también. Me quité la chaqueta, la arrojé contra el altar y salí corriendo, huyendo de allí. Crucé a toda velocidad la habitación blanca, llegué hasta el vestíbulo del Gran Hotel y comencé a recoger mis cosas para salir cuanto antes de allí. Sólo lo esencial: las llaves de mi casa, mi cartera, mis gafas de sol… no me importaba dejar allí mis maletas, mis libros ni el coche, lo que quería era irme de ese lugar, escapar si aún estaba a tiempo de hacerlo. Entonces noté cómo una mano muy suave agarraba la mía y, antes de volverme a mirar a su dueña, escuché su voz diciéndome: “Soy yo lo que necesitas. Yo te quiero. Y ya estoy aquí”. Me giré y vi a una mujer muy bella. Llevaba un vestido de verano rojizo y muy corto, que dejaba ver sus muslos algo gruesos, tersos y morenos. Su cabello también era negro y sus rasgos, algo grandes, estaban armoniosamente dispuestos sobre su rostro. Era muy bonita. Sin decir nada la seguí, salimos a la calle, cruzamos la M-30 sin mirar el tráfico y nos sentamos en la mediana. Ella estaba sobre mis rodillas y yo abrazaba su cintura con mi brazo izquierdo mientras acariciaba sus piernas. Del otro lado de la carretera llegó un joven para darnos un folleto publicitario sobre clases de magia. Ella lo tomó en sus manos y le dijo: “Mira. Magia es esto”, y donde había un folleto apareció un gorrión dócil que se posó en el dedo del chico. Entonces llegó un camarero y me dijo: “Señor, es usted un tipo con suerte. No hay muchas mujeres como ésta”. Aquello me resultó sospechoso, y un poco molesto. Le respondí “Es posible. Ya te contaré cuando la conozca realmente”. Y él me dijo: “Si empezamos así, poco futuro le veo a la cosa”. Ella sonrió y yo me tumbé sobre la mediana y dejé que mi cabeza reposase sobre su regazo. Desde esa posición pude ver cómo sus fosas nasales estaban manchadas de blanco. Me incorporé y le pregunté si tomaba cocaína. Ella me mintió al decirme que no. Insistí y admitió que era la primera vez, y que sólo se había metido un poquito. Una nueva mentira. Me preguntó si es que yo quería coca. Yo también le mentí cuando le dije que no, que sólo era por curiosidad. Y sólo entonces, sólo después de mentirnos mutuamente por primera vez, nos atrevimos a darnos el primer beso.

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