Ayer por la tarde releí algunos pasajes de Tótem y tabú, de Freud, y supongo que ahí puedo buscar la causa del extraño sueño que he tenido:
Me encontraba en la casa de mis padres, y les contaba a mi mujer, mi hermana y mi cuñado que me habían hablado de la posibilidad de viajar en el tiempo hasta la Prehistoria y quedarse a vivir en ella. Nos apreció una idea arriesgada, pero estimulante, así que nos pusimos a analizarla. El sistema era el siguiente: yo había alquilado dos vídeos porno ambientados en el Paleolític o, y en ellos se explicaba que el espectador que lo deseara podía apretar un botón determinado del mando a distancia y, automáticamente, se trasladaría hasta esa etapa. El problema estaba que el viaje sólo era de ida, ya que no encontraríamos donde íbamos procedimiento similar para regresar a nuestro tiempo. A pesar de lo definitivo del asunto, parecíamos decididos: tener la oportunidad de vivir en aquellos momentos nos parecía una posibilidad inesperada de participar de manera decisiva en la historia de la humanidad. Porque, aunque no estaba indicado en ningún lado, dábamos por hecho que seríamos los primeros y únicos habitantes del planeta, el germen de las civilizaciones futuras. Esta circunstancia nos entusiasmó, pero también hizo que surgieran nuestras primeras dudas. Mi sobrina, muy atenta a toda nuestra discusión, decidió embarcarse en la aventura. Y un amigo común, A. V., también. Y fue en ese instante cuando planearon sobre el proyecto los miedos del incesto y la protección de nuestras “hembras”. Tabú y tótem por un tubo. A pesar de todo, decidimos seguir adelante, pero antes de iniciar la travesía comprobamos la veracidad de las cintas de vídeo… y ahí todo se fue al garete. La primera película estaba ambientada en el Imperio Romano y la segunda en unas playas tropicales. No eran malos destinos, pero mucho menos trascendentes que aquél para el que nos habíamos dispuesto. Sacamos las cintas del reproductor, justo en el momento en el que llegaba de visita nuestra vecina Sor Inés, y nos dimos cuenta de que estábamos a tiempo de devolverlas al videoclub. Por otra parte, era sábado y, si nos dábamos prisa, aún podríamos pillar algún restaurante abierto, así que fui a mi cuarto a cambiarme de camisa y a echarme mucha colonia para disimular que no había pasado por la ducha.
Con ese decepción me desperté, muy temprano, y fascinado aún por la revisión de la película de Curtis Hanson, me he puesto a leer la excelente novela de James Ellroy. Ya he podido comprobar cómo se puede adaptar una historia sin traicionar ni comprometer su estilo ni su espíritu. Pero voy por la página doscientos y ¡todavía no ha aparecido Kim Bassinger!
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