Me levanté muy pronto. Apenas llevaba tres o cuatro horas dormido. Me determinó un extraño impulso de pasear, tal vez con la intención de comprobar, sin mucha esperanza, que la ciudad había cambiado con el nuevo año.
Salí a la calle, oscura y fría, como enfadada. Eran más de las diez de la mañana, pero podría jurarse que estaba amaneciendo. Una llovizna de turistas salpicaba la Judería. Sólo se oían los murmullos de voces foráneas y el árido bisbiseo de las escobas de los barrenderos. Me acerqué hasta el río, que parecía callado, o más que callado, mudo. Caminé por el Alcázar Viejo, donde un municipal firmaba las primeras multas del año. Su miseria burocrática me llenó de tristeza. Había una indisimulada venganza en su labor: fastidiar a los que no habían tenido que madrugar, como él, y en cambio habían disfrutado de una noche de fiesta.
Seguí andando hacia el Paseo de la Victoria, y vi a lo lejos a una inmigrante con su bebé en brazos, una de ésas a la que jamás regalo un céntimo. Nuestros caminos iban a cruzarse, y decidí alegrarle el día dándole un billete azul. Sin embargo, al pasar a mi lado, ella tuvo la dignidad de no pedirme dinero, y yo tuve la cobardía de no ofrecérselo. Al cabo de unos pasos me volví para ver cómo se alejaba, una vez y otra, hasta que la perdí de vista. Dejé el billete en mi bolsillo, revalorizado o tal vez manchado de miedo y nostalgia.
Un pringoso aroma y cierto barullo reclamaron mi atención. Al otro lado de la avenida un puñado de gente se dedicaba a pedir y comer churros con chocolate en un puesto. Me acerqué como un autómata y pedí una rueda de jeringos para llevársela a mi madre. El puesto estaba atendido por rumanos y la mayoría de los clientes eran magrebíes, lo que en absoluto demuestra que África haya ganado ninguna batalla póstuma a los países del Este. Sólo distinguí a un español entre el gentío: el que se quejó a voces a la churrera por haberme atendido a mí antes que a él.
Tomé un atajo para evitar que el desayuno se enfriara y pasé por una calleja en que algún caballo había dejado un sutil rastro de excrementos. Una paloma se entretenía probando la bosta y, feliz con su pico enfangado, revoloteó hasta un cable de la luz. Las patas húmedas y el cable pelado obraron la desgracia, y el ave sufrió una descarga que la electrocutó de inmediato. Su cuerpo cayó fulminado sobre los adoquines. El ruido seco del golpe dejó un eco macabro en el aire. Comer mierda y morir de un chispazo. Más vale que no sea un presagio.
Salí a la calle, oscura y fría, como enfadada. Eran más de las diez de la mañana, pero podría jurarse que estaba amaneciendo. Una llovizna de turistas salpicaba la Judería. Sólo se oían los murmullos de voces foráneas y el árido bisbiseo de las escobas de los barrenderos. Me acerqué hasta el río, que parecía callado, o más que callado, mudo. Caminé por el Alcázar Viejo, donde un municipal firmaba las primeras multas del año. Su miseria burocrática me llenó de tristeza. Había una indisimulada venganza en su labor: fastidiar a los que no habían tenido que madrugar, como él, y en cambio habían disfrutado de una noche de fiesta.
Seguí andando hacia el Paseo de la Victoria, y vi a lo lejos a una inmigrante con su bebé en brazos, una de ésas a la que jamás regalo un céntimo. Nuestros caminos iban a cruzarse, y decidí alegrarle el día dándole un billete azul. Sin embargo, al pasar a mi lado, ella tuvo la dignidad de no pedirme dinero, y yo tuve la cobardía de no ofrecérselo. Al cabo de unos pasos me volví para ver cómo se alejaba, una vez y otra, hasta que la perdí de vista. Dejé el billete en mi bolsillo, revalorizado o tal vez manchado de miedo y nostalgia.
Un pringoso aroma y cierto barullo reclamaron mi atención. Al otro lado de la avenida un puñado de gente se dedicaba a pedir y comer churros con chocolate en un puesto. Me acerqué como un autómata y pedí una rueda de jeringos para llevársela a mi madre. El puesto estaba atendido por rumanos y la mayoría de los clientes eran magrebíes, lo que en absoluto demuestra que África haya ganado ninguna batalla póstuma a los países del Este. Sólo distinguí a un español entre el gentío: el que se quejó a voces a la churrera por haberme atendido a mí antes que a él.
Tomé un atajo para evitar que el desayuno se enfriara y pasé por una calleja en que algún caballo había dejado un sutil rastro de excrementos. Una paloma se entretenía probando la bosta y, feliz con su pico enfangado, revoloteó hasta un cable de la luz. Las patas húmedas y el cable pelado obraron la desgracia, y el ave sufrió una descarga que la electrocutó de inmediato. Su cuerpo cayó fulminado sobre los adoquines. El ruido seco del golpe dejó un eco macabro en el aire. Comer mierda y morir de un chispazo. Más vale que no sea un presagio.
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