Durante años, casi a diario, he jugado en soledad o con la complicidad de Montano o con la paciente atención de mi mujer a buscar el momento perfecto para cambiar mis hábitos y fabricarme la ilusión de iniciar una nueva vida.
Fechas simbólicas (primero de año, comienzo de alguna estación, cumpleaños...), circunstancias trágicas (la muerte de mi padre) o felices (un viaje, unas vacaciones, un cambio de residencia) y, sobre todo, cálculos matemáticos (cuarenta días hasta, tres meses para...) han sido habitualmente los motores de estas ilusas propuestas.
Casi siempre, la frase que cerraba mis pensamientos o conversaciones: ¡Mañana es el día perfecto!
A tal conclusión seguía, de inmediato, la excusa ideal para cualquier tipo de fiesta de despedida, con las consecuencias previsibles para el fracaso del nuevo proyecto.
Mañana dejo atrás 41 años y comienzo a gastar los días de mis 42. No tengo proyectos para este año. Ni siquiera haré una fiesta, porque no sabría lo que celebrar.
En cualquier caso, me parece imposible que por alguna grieta de mi inconsciencia no se cuele esa fórmula eterna: Mañana es el día perfecto.
miércoles, 16 de enero de 2008
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